Encarnación
y Juan Manuel conformaron una pareja en donde el amor, el poder y la política
encontraron una extraña conjunción.
Rosas y
Ezcurra se casaron gracias al 'supuesto' embarazo de ella. Encarnación fue a
vivir a la casa de los Rosas, y allí debió sufrir los desplantes de su suegra,
Agustina, quien no le perdonaba haberse quedado con su heredero. Fueron tantos
los hostigamientos por este recelo, hasta que un día doña Agustina insinuó una
mala administración de su hijo en la hacienda. Fue la gota que rebasó el vaso: “Dejo acá papeles y documentos. Encarnación,
agarrá nuestro hijo, nos vamos. Renuncio”.
Despechado, Rosas devolvió a su madre el
poncho que alguna vez le había regalado, tomó sus cosas y partió sin un peso ni
hacienda para administrar. Decide cambiar su apellido, para cortar lazos con su
familia: deja de ser Ortiz de Rozas para convertirse en Rosas.
Encarnación
se convirtió en una eficaz asesora en los negocios, contadora autodidacta, referente
único de los “plebeyos federales”: su adquiría
peso propio. El doctor Maza le escribía a Rosas: “Tu
esposa es la heroína del siglo: disposición, tesón, valor, energía desplegada
en todos los casos y todas las ocasiones: su ejemplo era bastante para
electrizar y decidirse”. Se la considera quien estuvo al mando de la revolución de los restauradores,
inclusive organiza las
fuerza de choque que se dedican a apedrear y balear las casas de los opositores,
y logra que algunos huyan hacia Uruguay.
Representaba una imagen de mujer que estaba caracterizada por
“disposición, tesón, valor, energía desplegada
en todos los casos”.
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